Se ha convertido en uno de esos pequeños placeres inmensos. Ir a Barcelona y peregrinar a un punto de venta en el que pueda adquirir números de El naufraguito y mininaufraguito. Un fanzine que no ocupará espacio, tiempo, memoria en las mentes sesudamente académicas. Pero que es un iceberg de pensamiento, creatividad, y aire fresco tan necesarios en tiempos como los actuales. Romos, muy romos. La imaginación se desborda en un torrente de ideas sugerentes que después de la risa que te provocan te empujan hacia un más allá de la tontería cotidiana y la grisura mentecata. Paradoja: El naufraguito es la isla. Una isla en medio del bostezo y de la simplonería. Aristas. Cuchillas de afietar como las que, según William Holden, tenía Billy Wilder en el cerebro. Normalmente aprovecho mi visita de rigor al CCCB para, en su librería, aprovisionarme de Naufraguitos. Luego los atesoro y, no me preguntes el motivo, espero el invierno y meterme en la cama y abrirlos y leer y dejar que el sueño sea un naufragio de horizontes. En Facebook tiene un sitio.
Hace mucho tiempo, que no es tanto, había otra revista de estas que se solían llamar underground que llevaba por título El canto de la tripulación. Alberto García-Alix anduvo por ahí. Y ahora está El naufraguito. El mar, siempre el mar y nuestros naufragios que, al parecer, es la única manera de ir salvando algunos freagmentos de vida.